por Paola Visca – Los mercados financieros internacionales están alborotados por la noticia: Brasil decidió ponerle fin a la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Un orgulloso ministro de hacienda, Antonio Palocci y su equipo económico, junto a un orgulloso presidente Lula, dieron a conocer la noticia. Un anuncio de este tipo, proviniendo de Brasil, y desde un gobierno de izquierda, hubiera despertado la preocupación de la comunidad financiera internacional, ya que se perdería un poderoso instrumento de control en una de las más importantes economías del mundo.
Sin embargo, nada de eso ha sucedido. En realidad el anuncio fue visto con muy buenos ojos por la comunidad financiera internacional, que felicitan al gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. Es que Brasil sale del FMI cumpliendo no sólo las metas impuestas por ese organismo, sino otras metas, todavía más rigurosas y restrictivas, generadas por su propio equipo económico. Es un gobierno de izquierda que sale del Fondo por la derecha, y con un apretón de manos desde Wall Street.
En una actitud que podría tildarse de opuesta a la que tuvo Argentina, aquí no existió el default, ni hubo discursos de denuncia pública. Brasil anunció nada menos que saldará dos años antes del plazo su deuda total con el FMI, que asciende a US$ 15.500 millones. Este hecho que a primera vista se muestra como sorpresivo en realidad responde casi naturalmente a una política económica que siempre apuntó a generar superávit fiscal. Esos ahorros permiten iniciar un camino de desvinculación del FMI, pero también han representado a lo largo de estos años durísimos recortes a los programas sociales y ambientales.
Es inevitable comparar cómo los dos grandes de América del Sur desarrollaron sus respectivas modalidades de encarar la deuda externa. Argentina optó por el camino riesgoso, de confrontación y exposición a la crítica y cese del financiamiento internacional (más afín con lo que se podía esperar de una política de izquierda) cuando, cuatro años atrás se declaró en default (con los acreedores privados, pero continuó pagándole al FMI). Mientras que Brasil, haciendo uso de su tradicional “diplomacia lusitana” opta por la estrategia inversa: no solo pagarle al FMI, sino que hacerlo dos años antes de su vencimiento.
La política fiscal restrictiva llevada adelante por Brasil en los últimos años posibilitó la decisión de adelantar el pago de la deuda, lo que es alabado tanto por especialistas internacionales como por el propio presidente del FMI, el español Rodrigo Rato. Sin embargo, no hay que olvidar los costos que este esfuerzo (que podría considerarse excesivo) representó y representa para el país, al debilitar el financiamiento de las políticas sociales. Un superávit fiscal elevado, incluso por encima de la meta pautada por el Fondo, implicó además que el mercado interno prácticamente se estancara y el crecimiento del país estuviera basado casi exclusivamente en el impulso exportador. A su vez, el gobierno ha tenido que sostener altas de interés para controlar la inflación, y varios sectores productivos se han visto perjudicados por no lograr acceder al crédito, en tanto es muy caro.
Hay que reconocer, sin embargo, que las finanzas de Brasilia no podrían estar mejor, o al menos, son las mejores de los últimos tiempos. Las reservas alcanzan los US$ 67.000 millones y el superávit comercial no ha dejado de crecer en los años pasados estimándose para este año en 44 mil millones de dólares. Bajo este contexto el equipo económico tomó la decisión de utilizar parte de las reservas y saldar la deuda, lo que se concretará antes de fin de año.
Brasil mantiene actualmente una deuda en títulos de USD 400.000 millones y una deuda externa pública de USD 60.000 millones (La Nación, Argentina, 14 de diciembre de 2005). Ya en marzo de este año se había anunciado la decisión de no renovar el acuerdo con el Fondo, y en ese sentido durante el resto del año se hizo lo necesario para poder cumplir con ese objetivo. La historia reciente de relacionamiento con el FMI se remonta a 1998, cuando el país recibió un paquete de ayuda de US$ 41.500 millones, al que se sumó en agosto de 2002 otra operación de socorro de US$ 30.000 millones, cuando Brasil no había retomado aún las altas tasas de crecimiento que mostraría después. Dada la buena conducta mantenida por el gobierno, a la fecha “solamente” restan por pagar al organismo multilateral US$ 15.500 millones.
Si bien la medida tomada por el gobierno permitirá ahorrar 900 millones de dólares por concepto de intereses, interesa el camino que de ahora en más va a transitar el gobierno en materia fiscal. Se supone que seguirá una conducta que le permita mantener el equilibrio y no sobrepasarse en los gastos, situación que obligaría a recurrir nuevamente a los préstamos de los organismos de crédito. Pero, también es verdad que la excusa de alcanzar un determinado superávit fiscal para hacer frente a los pagos del Fondo ya no podrá ser utilizada para no llevar adelante las medidas que son reclamadas por distintos grupos sociales.
Brasil se desvincula del Fondo con el beneplácito del mundo financiero, donde la imagen del país frente a los inversores externos y las calificadoras de riesgo puede permitir incluso que alcance el grado de inversión. Sin embargo, la desvinculación no es completa, ya que desde ahora se anuncia que misiones del FMI arribarán a Brasilia en marzo del año próximo para monitorear la salud de las finanzas brasileñas, claro que supuestamente en calidad de revisión de rutina tal como se aplica a cualquier socio del organismo.
Se mantiene un desafío básico: la política económica debe orientarse a los problemas sociales y ambientales de Brasil, a través de la promoción del desarrollo y no sólo el crecimiento exportador. Por lo tanto, uno se pregunta si el gobierno de Brasil podrá, desde la derecha, regresar a la izquierda.
P. Visca es analista de información en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad – América Latina).